Archivo documental digitalizado del activismo lésbico, conformado por el registro de producciones gráficas y teóricas, registros fotográficos y sonoros, encuentros reflexivos y acciones callejeras de grupos y activistas lesbianas de diferentes momentos históricos, múltiples posiciones políticas, y diversas geografías de Argentina. Está en permanente construcción, envianos tus aportes y colaboraciones.

martes, 15 de noviembre de 2005

Diana Cordero



Acoples subvertidos: Roles sexuales en las parejas de lesbianas
Caracas, noviembre 2005


Prefacio de la autora

La exclusión de las mujeres lesbianas se sostiene en todos y cada uno de los discursos que circulan en la sociedad, y no sólo en aquéllos del poder organizado o de los hombres como grupo.

La sexualidad humana es una categoría política. La normativa social y los mecanismos ideológico-políticos de control a lo largo de la historia, han condicionado y desarrollado, desde la antigüedad, modos represivos y performativos de la sexualidad. Modos que llevan en sí mismos las condiciones sociales de la opresión y la exclusión de las mujeres en general. Y de las lesbianas especialmente, herejes en sus prácticas, prescindentes del varón y cuestionadoras, por tanto, de la norma heterosexual y falocéntrica.


La sexualidad de la mujer lesbiana, en tanto ejercida desde el deseo, es una fuerza subversiva y emancipadora. Sostenemos que luchar por una sexualidad placentera es transgredir, es oponerse, es encarar una lucha política.

A través de la historia patriarcal, las sociedades han condenado, perseguido, estigmatizado las prácticas sexuales que se distancian del discurso ofi cial, represivo en sí mismo. Las sexualidades alternativas han sido califi cadas como pecaminosas, producto de “pactos con el demonio”, enfermedades, inmoralidades y/o delitos. Las condenas y sanciones han ido tomando diversas modalidades. En el paroxismo de esa transformación, la religión proclamó la amenaza del fuego eterno y aplicó el castigo de muerte en la hoguera. En el mundo laico, las leyes aplicaron sanciones punitivas y condenas concretas. Mientras, el psicoanálisis (la medicina) promulgó la “patologización”. Los imaginarios sociales más actuales corrieron los límites de lo considerado normal, dentro de cuyos parámetros ahora se incluyen algunas transgresiones y se excluyen casi todas.

En la medida en que los castigos directos y la prohibición punitiva perdieron efi cacia, los dispositivos de poder sofi sticaron sus mecanismos: se hicieron más simbólicos y se articularon con múltiples estrategias.

La represión sexual resulta imprescindible, dado que sus leyes y normas forman parte de los instrumentos políticos de dominación. Éstos articulan la estructura social, determinando que la admisión de tales normativas, supone la aceptación del propio sistema y su adscripción conciente o inconciente.

Así, en las sociedades occidentales modernas se normativizan y regulan las prácticas desde campos como la sexología, el psicoanálisis, el discurso médico hegemónico y el sentido común. Tanta es la necesidad de operar sobre el placer y el libre ejercicio de la sexualidad. Tanta es la necesidad de marginalizar, reprimir o neutralizar, mediante una teoría o una doctrina cualquiera. Con ese fin, se la encuadra, se la secciona, se la categoriza, se filosofa sobre ella, se la interpreta.

En tanto las relaciones patriarcales sustentan la organización y el sistema social capaz de regenerar las condiciones materiales y culturales para perpetuar la hegemonía masculina como ideología y concepción del mundo, pensarse (y sentirse) mujer o varón sólo es posible dentro de las esferas construidas ideológicamente. Para que esta hegemonía opere como sentido común, necesita mostrar una total homogeneidad de las mujeres que permita preservar la lógica heterosocial del sistema. El discurso patriarcal básico aún intenta sostener la “naturalización de los sexos”, en un anacrónico impulso esencialista.

Existe una legítima crítica de la conceptualización de patriarcado, necesaria en tanto denuncia para la lucha política, que debe ser entendida teniendo en cuenta el lugar de enunciación de quienes instalaron el concepto. La elaboración de dicha crítica lleva en sí huellas de raza (blanca), clase (media/ alta), etnia (occidental), nivel de instrucción (académicos/as de prestigio). Por tanto, más allá de su indiscutido valor simbólico y descriptivo, debemos ubicar el concepto de patriarcado en el marco de sus condiciones histórico-concretas de producción. Cuando las feministas de los países centrales de Occidente hablan, por ejemplo, de la realidad de “la mujer del Tercer Mundo”, o de la “mujer negra”, o de la “mujer lesbiana”, transponen los mismos criterios generalizantes y etnocentristas que denuncian: anulan la diversidad, las nacionalidades, las singularidades culturales, las específi cas conformaciones grupales. Al respecto, puede verse también el trabajo de Amaia Perez Orozco de la Universidad Complutense de Madrid, Hacia una economía feminista de la sospecha: "El poder patriarcal se expande en cualquier relación opresiva, por eso se articula también con las opresión de clase, nacional, étnica, religiosa, política, lingüística y racial."1

Este trabajo se propone dar la palabra a las mujeres lesbianas, permitir que emerja la posibilidad de “nombrarse a sí mismas en el mundo” en lugar de dejar que otros/as (en nombre de las ciencias sociales, la sexología, el psicoanálisis o el feminismo) nombren desde afuera, hablen por ellas, las defi nan, les asignen una producción de sentido más ligada a los/as interpretadores/as que a las protagonistas.


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1 Marcela Lagarde, antropóloga mexicana, www.creatividadfeminista.org/articulos/francesca.htm



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